Te sentaste en el piso, con la vista fija en el cielo, que podía verse a través de la ventana. Ese mismo cielo celeste que, al cabo de unas horas, se tornaba negro y lleno de destellos ante tus ojos, que no se despegaban de ese precioso panorama.
Él tocaba la guitarra cerca tuyo, concentrado en hacerlo bien, como si nada más existiera en el mundo.
Y tu querías concentrarte en ello, tal como él; dejarte llevar por el sonido y por el momento, que hasta entonces, parecían ser la esencia de la vida.
Pero inevitablemente esas nubes y esos destellos en lo alto te recordaban que alguien más allá sufría, que alguien se sentía solo, y lloraba. Que no todo el mundo era feliz junto contigo, que eramos un todo, pero sin embargo, no eramos homogéneos.
Y la dualidad consumía tu mirada, tu pensamiento, tu alma. Querías ser feliz y el mundo parecía decirte que no era el momento ni el lugar. Y tal vez nunca llegaría el minuto adecuado, y tal vez, nunca existiría el espacio correcto. ¿Era tan malo aferrarse a una ilusión?
Pero no todos lloraban. Algunos a lo lejos reían, pero tampoco junto a tí. Reían por otros motivos, desconocidos, sin estar conscientes de tu existencia, y posiblemente, de la propia tampoco. Celebraban, bailaban, jugaban. Disfrutaban del momento, para algunos, tan largo (o corto) como la vida misma.
Mirando el panorama completo te parecía que, tristes o alegres, todos estábamos separados. Unidos quizás por unos hilos invisibles, que no trasmiten movimiento ni calor, ni superficie ni esencia. ¿Había alguna diferencia entre aquello y la separación completa?
Y escuchabas la guitarra sonar, y querías que no se detuviera.
Aunque oías el sufrimiento del mundo sentías que, allí y entonces, era lo más cerca que habías estado del cielo.
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