miércoles, 9 de junio de 2010

Un gran salto

Me di cuenta yo tenía el control del mundo. Todo a mi al rededor estaba  mi servicio y con sólo desearlo, todo lo que quisiera alguna vez, aparecería ante mi.
Di un salto, con una fuerza que jamás antes había sentido, golpeando potentemente en el duro suelo de concreto, dejando incluso trizaduras en la antes sólida superficie. Y vi cómo la cúpula del edificio en que me encontraba, se alejaba rápidamente. Me desplazaba por el cielo, volaba, libre de la gravedad, de las ataduras mundanas que nos provee la tierra, hacia el cielo, un cielo que parecía más azul que nunca.

Vi el cielo, vi las nubes. Vi a los hombres y mujeres que transitaban por las veredas con sus preocupaciones tan irrelevantes. Vi las casa, los edificios, las montañas. El sol, que se preparaba para esconderse y brillaba aún con radiante esplendor. Mi sombra se proyectaba en la calle, unos 200 metros más abajo, y yo seguía elevándome, sabiendo que nunca podría llegar tan alto como mi mente estaba en esos momentos.

Y como todo en la existencia, llegó a su fin de repente. La gravedad lanzó sus largos brazos, y sujetándome los tobillos, me haló, frenando no sólo mi ascenso, si no mis sueños de libertad.


Comencé a caer lentamente. Poco a poco el viento dejó de acariciar mis mejillas, y empezó a atacarlas, con furia desatada. La rapidez iba en aumento, por lo que, poniendo la mente en la tierra, calculé mi caída hacia un edificio cercano.

El ruido que se generó ante el impacto de mi caída al concreto se oyó estruendosamente a kilómetros de distancia. Sonó como si un gigante, con un martillo del tamaño de un barco, hubiese golpeado una gran montaña. Como un meterorito, mi aterrizaje dejo un cráter que expuso las vigas, ocultas dentro del concreto.
Una vez disipada la niebla generada por el impacto, volví a preocuparme de mi. Trate de sentir. ¿Algún hueso roto? ¿Dolor? ¿Sangre? Nada. Abrí los ojos, y miré mi cuerpo. Parecía que nada hubiera pasado, que nunca hubiese dado ese gran salto, como si estuviera con la tranquilidad de una tarde de domingo, sentado mirando el atardecer.

Y me di cuenta que había algo mejor que la libertad eterna. Que bajar siempre me daría la oportunidad de volver a subir, haciendo de cada salto una experiencia en la cual intentaría llegar más y más alto.

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